Rondaban los albores de la primavera y ocho años de su vida cuando Teresita, animada por su mejor amiga María, vecina de dos puertas más abajo, se aventuró y prometió a sí misma que sería cantante.
Desde que era una niña soñaba con un escenario plateado con mucho público que la acogía. Con esta imagen en la cabeza, se situaba delante del espejo apoyado en la pared de la habitación de sus padres buscando una pose adecuada. Se adornaba con los abalorios que encontraba en el cajón de madera con olor a olivo que almacenaba varios recuerdos y que su madre guardaba debajo de la cama. Ella falleció de un cáncer de hígado, regado con todo el alcohol que le cupo en vida y que no le permitió ni acurrucar ni despedirse de su hijita.
Teresita vivía con su padre. Lo sabía porque casi todas las noches le daba un beso en la frente con olor a goma quemada, al llegar extenuado de la fábrica. La pequeña hacía como que dormía, pero siempre esperaba ese momento con los ojos cerrados, la nariz tapada y la lampara de la mesita de noche encendida.
Se pasaba los días escuchando a sus cantantes preferidos en el viejo radiocasete que su padre tenía encima de la mesa de la cocina. Bailaba las cintas y, escuchándolas una y otra vez, trataba de entonar las canciones al ritmo que su corazón le marcaba que, a menudo, no coincidía con el metrónomo de la grabación. Todo esto mientras, preparaba el desayuno, algo de comer medio arreglado para el mediodía y la cena para su padre.
En la escuela los profesores admiraban su tesón, pero, a su pesar, quedaba siempre de las últimas de la clase en el boletín de las notas. Fijaba con interés la vista en el encerado de la pared, pero no alcanzaba a ver con claridad la lección del día y la entendía menos. Por las tardes, a la hora de la merienda, la cocina olía a leche con chocolate caliente mezclado en un pequeño cazo de aluminio encima del fogón y María remendaba los deberes de su amiga mientras Teresita canturreaba alrededor de ella y de la mesa del comedor.
Su adolescencia cargada de sobriedad y de la responsabilidad para con la supervivencia de su padre y de ella misma, no le permitió saber, sentir, explorar, conocer, llorar de amor ni siquiera de desamor. La soledad, como única compañera la seguía a todas partes mimetizándose con su sombra. Su amiga María había huido del pueblo en cuanto se presentó la ocasión. La tía que vivía en la capital la reclamó, al ver su disposición, para trabajar cuidando niños pequeños en su vecindario y así colaboraría con la economía familiar.
Sabía que su casa era suya. Su padre se la dejó en herencia tras su fallecimiento a causa una neumonía en pleno invierno. Con olor a olvido, los muebles de madera de pino junto con la chimenea humeante por los rescoldos y los muros de piedra calentaban un hogar frío que pasó a ser el único referente que mantenía sus recuerdos vivos con media cordura. Era su puerto de salida y también el de llegada.
Los ahorros de Don Fulgencio tras una vida entregada a la fábrica de neumáticos la sostenían junto con la paga que arañaba cuando la llamaban para cantar. Llegó a brillar más por su empeño que por su voz allá donde la contrataban. Solían ser locales que precisaban ruido de fondo para amortiguar el denso ambiente cargado de alcohol, humo de cigarrillos, partidas de cartas y soledades de barra de bar.
Aunque sus apariciones ante su reducido público la motivaban lo suficiente, el manto del desamparo que la arropó durante su existencia junto con el abandono de ninguna familia, le pasó factura. Su mente viró 180 grados hacia la desorientación y su cordura se ceñía, escasamente, a las letras con las que adornaba su entonación cuando cantaba. Fuera de este escenario, se sentía bastante perdida.
Tiberio era un muchacho sombrío y osco que, por no tener donde pasar las horas, acudía al bar a escuchar a Teresita. Una noche embriagado de alcohol barato, le pareció que su pelo rojizo y ondulado sería un buen abrigo y que la chispa que veía en sus ojos marrones cuando cantaba podría encender algo de pasión en su aletargada e insulsa vida, así la sentía. No tenía ni afición ni profesión conocida, pero se dedicaba ahora sí y después no, a hacer de chapuzas en un taller mecánico propiedad del padre de un amigo de la infancia que se apiadaba de él.
No pasaron más de siete días hasta que una noche se armó de valor y se animó a abordar a Teresita cuando terminaba su repertorio. La joven se sintió extrañamente afortunada. Para ella no era nada habitual que alguien se fijara en su persona y mucho menos sentir un cosquilleo en el estómago que no identificaba con nada que hubiera sentido antes. De hecho, no sabía qué significaba que alguien quisiera estar, hablar, compartir… o lo que fuera que fuese a querer Tiberio con ella. Desorientada, aceptó la proposición del joven sin pensarlo y sin demasiado criterio. Solamente mediaron alguna tarde de cine y varias copas tras su función hasta que contrajeran matrimonio.
Esa fue una ceremonia religiosa con pocas flores, sin arroz para los novios a la salida y tres únicos testigos: el cura del pueblo, su jefe del taller y el dueño del bar, vestidos para la ocasión con traje y faja negra. Al finalizar, fueron a celebrar la boda con una comida de primero y segundo plato con postre, en el restaurante del pueblo.
Pero los días de Teresita pasaron de estar sola y sentirse abandonada, a estar peor.
Tiberio se erigió como dueño y señor de su casa y de su vida. Los golpes, los insultos y el menosprecio eran la patena que se servía a diario en su casa y que no precisaba una excusa. Su marido ya no le permitía ir al bar a cantar y acurrucada en el sofá, cuando él no estaba, solo canturreaba hasta que acabó por apenas susurrar sus melodías. La mente de Teresita siguió virando y desvariando más conforme pasaban los años. Su locura era la única aliada en un mundo de desagravios y violencia que, por el contrario, la llevaban a escenarios en los que nunca había estado y ni siquiera hubiera soñado estar: allí cantaba y bailaba hasta que caía exhausta, herida y apocada por las palizas que recibía a cambio.
Cuando su marido se bebió la mayor parte del valor de la casa, la pareja acabó viviendo en una caravana a las afueras del pueblo. Teresita le siguió, no sin llevarse consigo el baúl de los recuerdos de su madre, el espejo grande y un micrófono conectado a un pequeño altavoz de unos pocos vatios. Por las mañanas, cuando Tiberio se iba a hacer sus chapuzas, ella salía a la media terraza alzada del suelo del costado de la caravana con sus gafas negras de sol, su pelo a merced del aire que corría, el chal marrón con pelusas que aún quedaban de la falsa piel de leopardo, su micro en ristre y cantaba para su auditorio. Le gustaba escucharse y gesticulaba con un tímido baile de brazos acompañando la melodía ante el público que ella veía cada día arremolinarse ante su escaso escenario. Así pasaba el día entero hasta que oía acercarse el petardeo de la moto de su marido y la devolvía de un golpe a la cotidianidad. Parecía un autómata al que hubieran programado para que, al toque del ruido del ciclomotor empezara a guardar sus cosas y se recogiera en la cocina para preparar algo de cenar.
Una noche en la que Tiberio no llegó, Teresita salió a pasear. Le gustaba ir hasta el pantano que quedaba muy cerca del aparcamiento del remolque que compartía con su marido. Llegó hasta el agua, se miró como en el espejo y, en un arranque de cordura, se adentró hasta sumergirse por completo.
Hacía frío, pero su corazón se encendió y el agua helada le hizo probar por primera vez en su piel y en su vida las caricias de la libertad. Se dejó llevar. La luna la acogió con su resplandor y Teresita pudo sentir que la llevaba a su escenario plateado, con el que había soñado de pequeña y, allí, un buen puñado de estrellas la recibieron para no dejarla regresar jamás.
qué destino desamparado! Muy buen ambientado, con frases fabulosas y que te meten en la piel del personaje. Bravo!
Muchas gracias Joana!
Muy emotivo, tan vez nunca comprendamos por que el destino de algunos sea el sufrir y seguir sufriendo, quizá al final sea el que debamos aprender de lo que nos pasa para afrontar los problemas cara a cara y ser el punto de inflexión del cambio que requerimos y cambiar nuestro destino, aunque esto nos cueste mas de una vida.
Gracias Victor, es cierto, quizás lo que llamamos «el destino» sea nuestra propia voz interior que nos invita al cambio y sea ese punto de inflexión que comentas. A Teresita le faltaban más vidas… 🙂
Una historia narrada de tal forma que te adentra al interior de los personajes. Expresa la tristeza con un estilo tan poético que le da belleza.
Me ha encantado. Gracias por compartirlo.
Gracias Àngels por tus palabras!
Que fragmento más bonito, espero que llegue a mucha gente!
Muchas gracias por tus deseos, Miquel!